14 nov 2008

Angustia


Puta mía:
Vamos, por esta vez, a ahorrarnos los preámbulos estériles. No he de preguntar por qué has venido y no porque lo sepa, sino porque el saberlo no hará ni más corta ni más leve tu estadía.
No querré saber tampoco a quién culpar de tu visita; ya que mío y solo mío es el infausto honor de provocarte.
Voy, sí, por el contrario, a ofrecerme voluntario a tu gélida caricia, no habrá estremecimientos ni reproches cuando eches (ay de mí!) tu brazo pálido a mi cuello y la presión sea tan leve y tan constante como siempre. Suficiente para nublarme el juicio y teñir mis labios del mismo azul verdoso que adivino trás el velo con que escondes tu mirada. Pero no tan fuerte como para darme el alivio de una muerte momentanea, de ese olvido de ente quieto, ciego y sordo, ese perdón que necesito y no merezco.
Otra vez fue en un domingo, quizás por la mañana, ¿qué más da?, que sentí tus pasos blandos acercándose a mi cama, te vi, fumando, esperar pacientemente, el momento en que arrojarte sobre mí, en que abrazarme con tus garras siempre suaves, en que desplegar en todo mi pecho la eternidad de tus caprichos.
Supe lo siguiente y no intenté escapar, no por valía ni a sabiendas de lo inútil que sería resistirme, sino más bien por cierta dignidad de ser indigno, que percibe en la inminencia del castigo un tufillo repugnante de justicia y aunque no termina de entenderlo no se opone, más bien cede a un impulso involuntario, de apretar con el mentón el nudo ciego que el verdugo inexperto le echa al cuello.
Vas a estar aquí por algún tiempo, o más bien me llevarás un tiempo a mí, al lugar donde te sientes tan a gusto, al lugar en que las cosas tienen, además del suyo propio, el peso de la culpa y la torpeza, el peso de ser horrendas por mi culpa, por haberlas sacado del lugar de las ideas y haberlas arrastrado a una realidad necia y mía.
No voy, como dije, durante el tiempo en que decidas perseguirme, a renegar de tí ni de tus vicios, dejaré que todo sea como debe, sucio, ocre, denso y frío, sin la mínima queja ni pedido de clemencia. Te merezco y te mereces ser mi sombra.
Sé que al otro lado del espejo, en el sitio en que tus ojos son tan ciegos como aquí, el cuadro será el mismo y a tu espalda estaré yo, mereciéndome con rabia ser el dueño de las manos, de las piedras apiladas en tu pecho y de la sombra que te sigue a cuatro palmos de distancia, sin tocarte pero haciéndose arrastrar.

La Imagen: "El grito" pintado por Eduad Munch en 1893

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